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domingo, 17 de mayo de 2015

Felicidad, consciencia, pérdida



En noviembre me quedé embarazada. El positivo lo tuvimos en diciembre y fue un subidón impresionante. Después de 7 meses buscando bebé por fin lo teníamos. Un par de meses antes decidí empezar a opositar viendo que el tema no terminaba de cuajar y que las perspectivas de encontrar un trabajo decente con mi edad (mujer en plena edad fértil) y profesión (veterinaria, el trabajo en el que menos me han pagado, más responsabilidades he tenido y más horas he echado) escaseaban. Obviamente, Murphy se cruza en tu camino: si quieres quedarte embarazada y no lo consigues, hazme caso: apúntate a una oposición y mete un jamón ibérico navideño en casa (si eres toxoplasma negativo). Te quedas seguro.

Cuando tuve en mi mano el positivo ocurrió algo curioso. Fui consciente de pronto de que ya no estaba sola. De que éramos dos. De repente era consciente de mi ser, de mi vulnerabilidad. Cuando andaba no lo hacía automáticamente: sabía que me podía caer.

No dejaba de ser una sensación curiosa, la verdad. Nunca he sido torpe, nunca me ha importado tropezarme o comerme el suelo. Realmente es algo que no me ha preocupado porque no suelo tropezar ni caer al suelo y por eso esa súbita consciencia del mundo que me rodeaba me impresionó.

Fui consciente de que ya era Mamá.

Con las semanas se me fue pasando. Me hicieron una primera eco, lo vi pequeño pero latiendo. Era oficial: estábamos embarazados.

Hicimos planes, pensamos nombres, le hablamos.

En enero vino la tortura. Mi bebé dejó de crecer pero no de latir. Fueron tres semanas horrorosas de revisión en revisión, ecografías semanales, saber que la cosa no va bien pero aferrarte a un clavo ardiendo por si la esperanza asoma a la puerta. Nunca llamó. En la tercera ecografía dejó de latir, me ingresaron de urgencia y me hicieron el legrado.