En noviembre me quedé
embarazada. El positivo lo tuvimos en diciembre y fue un subidón
impresionante. Después de 7 meses buscando bebé por fin lo
teníamos. Un par de meses antes decidí empezar a opositar viendo
que el tema no terminaba de cuajar y que las perspectivas de encontrar un trabajo decente con mi edad (mujer en plena edad fértil) y profesión (veterinaria, el trabajo en el que menos me han pagado, más responsabilidades he tenido y más horas he echado) escaseaban. Obviamente,
Murphy se cruza en tu camino: si quieres quedarte embarazada y no lo
consigues, hazme caso: apúntate a una oposición y mete un jamón
ibérico navideño en casa (si eres toxoplasma negativo). Te quedas seguro.
Cuando tuve en mi mano el
positivo ocurrió algo curioso. Fui consciente de pronto de que ya no
estaba sola. De que éramos dos. De repente era consciente de mi ser,
de mi vulnerabilidad. Cuando andaba no lo hacía automáticamente:
sabía que me podía caer.
No dejaba de ser una
sensación curiosa, la verdad. Nunca he sido torpe, nunca me ha
importado tropezarme o comerme el suelo. Realmente es algo que no me
ha preocupado porque no suelo tropezar ni caer al suelo y por eso esa
súbita consciencia del mundo que me rodeaba me impresionó.
Fui consciente de que ya
era Mamá.
Con las semanas se me fue
pasando. Me hicieron una primera eco, lo vi pequeño pero
latiendo. Era oficial: estábamos embarazados.
Hicimos planes, pensamos
nombres, le hablamos.
En enero vino la tortura.
Mi bebé dejó de crecer pero no de latir. Fueron tres semanas
horrorosas de revisión en revisión, ecografías semanales, saber
que la cosa no va bien pero aferrarte a un clavo ardiendo por si la
esperanza asoma a la puerta. Nunca llamó. En la tercera ecografía
dejó de latir, me ingresaron de urgencia y me hicieron el legrado.