De todo lo anterior sacamos una conclusión: que ahí estaba yo, a mis 18 años, una mozuela pizpireta y con las cosas muy claras (JA!) dispuesta a comerse el mundo.
¿La realidad? Un poco distinta, jeje. Enlacé trabajos cutres que me permitían malvivir en pisos compartidos con estudiar una carrera como veterinaria. Yo pensaba que me iba a ir de puta madre porque al fin y al cabo yo era yo. La de los sobresalientes en el instituto sin prácticamente mover el culo (sic! La realidad es que yo pasé por el colegio y el instituto sin notar que hiciera demasiado esfuerzo), la lectora empedernida, la deportista a la que cualquier deporte se le daba bien (en serio, cualquiera, era capaz de hacerte el pinopuente con doble tirabuzón, lanzarme de cabeza entre dos aros y caer sin salpicar a la piscina, montar a caballo, meter canastas, chapurrear con el tenis....), la tipa sociable...... Si. Yo me iba a comer el mundo.
Pero no. El paso a la vida adulta me dio en toda la cara con la mano abierta. No se puede sacar veterinaria en 5 años, trabajando 8 horas diarias, a menos que tengas un don que, obviamente, yo no tenía. Que se me dieran bien las cosas no quiere decir que fuera una niña de altas capacidades (el superdotado de antaño). Así que, tras un primer año bastante desastroso, tuve que replantearme mi vida. Empecé a matricularme por medios cursos, busqué trabajos, a priori un poco más bizarros pero que pagaban más con lo que podía reducir el número de horas de trabajo.... Lo que se conoce como reciclarse o morir. Fui promotora sobre patines, payasa, cliente misterioso, dependiente del sex shop...